La primavera pasada mis fines de semana consistían en visitar las obras de construcción de la casa que hoy habito. La vivienda cuenta con un pequeño jardín donde crece una higuera. La pobre se axfisiaba entre el polvo y los escombros. Los obreros pensaron en quitarla de en medio. Afortunadamente, tras el primer hachazo una vecina los detuvo a gritos desde su ventana. La higuera se salvó.
Durante el invierno, no fueron pocos los días en que acaricié su desnuda piel de madera murmurando palabras de aliento: "aguanta, preciosa". Los escombros fueron retirados, otro día llegaron las sacas de tierra fértil, al fondo incluso planté un manzano, y frambuesas en otra esquina. Finalmente, hará cosa de un mes, la naturaleza ha hecho su trabajo. Del manzano han surgido flores blancas. Muchas otras, de diferentes colores, han colonizado la parcelita, abrazando el tronco de la higuera y besando sus heridas. En todas sus ramas han brotado hojas de un verde brillante, que arropan la promesa de una cosecha deliciosa. Me cuenta el maltratado árbol lo que los sabios antiguos ya sabían, que no hay nada que no tenga su opuesto, que tras la noche llega el día, tras el invierno la primavera, tras la pena el consuelo.