En los tiempos que corren no me ha parecido raro que mi hijo haya preguntado durante el desayuno qué haríamos cada uno si mañana se acabara el mundo. Su padre ha contestado "plantar un árbol", y yo he dicho "invitar a mis alumnos a casa". En cierto modo nos hemos alineado al intuir que hay que abonar hasta el final la tierra fértil, indiferentes al hecho de que amanezca o no al día siguiente. Reflexionando sobre el lugar en que cada uno se coloca ante una circunstancia terrible, evidenciamos qué es lo importante para nosotros, en quién o en qué pensamos. Yo he dado por sentado que, rodeada de mi familia, hubiera necesitado también el abrazo de esos otros niños que son mis hijos académicos, que tanta belleza aportan a mi vida, tanta ilusión, tanta esperanza. Esta misma semana hemos colgado en el aula numerosos carteles de representaciones musicales ficticias, que sólo han tenido lugar sobre el papel. Mundos imaginados en los que se han celebrado óperas y ballets para ayudar a los más desfavorecidos, para poner fin a las guerras, para estudiar enfermedades raras. Son chicos y chicas de catorce y quince años que creen firmemente que un mundo mejor es posible. Al tratar con ellos a diario, yo he terminado por creerlo también.
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